Vida oculta de Pepiño Blanco
(Capítulo 2)
Avanzando un poco más por el sendero que, años atrás, abrió el párroco de Santa Eulalia de Mogonzos, en mi propósito de daros a conocer la pintoresca vida de Pepiño Blanco, presumo que quien haya leído mi escrito anterior -el primero de esta serie, iniciada hace una semana- comprenderá que las brutales y constantes palizas que Pepiño recibió de su padre, desde el mismo día de su nacimiento, no podían tener buenas consecuencias.
Una hermosa tarde primaveral, correspondiente a su cuarto mes de vida, Pepiño Blanco llevaba ya siete horas padeciendo el furibundo ataque de su padre, que contaba, como de costumbre, con el alegre acompañamiento de las carcajadas de su madre. Pues no debe ocultarse que, si Rosendo, en tales ocasiones, se transformaba en un animal de proverbial fiereza, Elvira, su digna hembra, no le iba a la zaga. Los vecinos rellenaban, mientras tanto, la quiniela futbolística comunal, del modo que quedó indicado en el capítulo precedente; esto es, atendiendo, para poner un signo, a la parte de la casa por la que Pepiño saldría despedido. Estaban pendientes del Real Madrid-Oviedo, cuando, a una retumbante serie de monumentales tortazos, siguió la luminosa expulsión de Pepiño Blanco por la chimenea. Es decir, que, con su aparición, Pepiño alteró las inmutables leyes de la naturaleza, porque, en aquella ocasión, el trueno se adelantó al relámpago. Los vecinos pusieron un dos al partido; pero, como la potencia de las hostias recibidas por el niño superó el grado habitual, Pepiño ganó altura, y, cual si fuera un errático cometa, cambió de parroquia, y aún de provincia habría cambiado, si el viento le hubiera sido favorable. Los vecinos, que no habían acabado de rellenar la quiniela, fueron en su busca, y dieron con él en el pazo de una rancia familia, perteneciente a la parroquia de San Damián de Lamacido. El niño había entrado por el ventanal de un balcón, abierto al dormitorio conyugal de don Raimundo de Castro Seoane y Mombeltrán de Figueroa y doña Amalia de Andrade Sotomayor y Lourido de Braganza, justo en el momento en que doña Amalia, arrodillada en un reclinatorio, imploraba a Dios, con ardiente fe, el hijo que el buen hacer de cama de su esposo no lograba darle. Cuando la devota dama se acercó a Pepiño, que, desde el noble lecho, le sonreía, vio en él la respuesta del cielo a sus muchos años de anhelante ruego, y, desde aquel momento de felicidad indescriptible, lo consideró hijo de su carne.
No obstante, pronto sabrás, admirado lector, que Elvira, sintiendo la llamada impetuosa de la sangre, reclamó, ante aquella rancia casa, su legítimo derecho sobre el niño, y que el pleito se llevó a los tribunales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario