A punto ya de cerrarse el desván de lo inútil, al que están yendo a parar los miles de versos encomiásticos, dedicados a Miguel Hernández, escribo estos renglones para dar entrada en él a una ficción, sobre el recordado, que, meses atrás, concebí. Con ella contribuyo, si no a mejorar la calidad de esos versos, sí a dar una muestra de mi respeto al poeta y de mi sinceridad al tomar la pluma. Dos cosas, respeto y sinceridad, que no se encuentran, fácilmente, en tanta estrofa laudatoria.
Carta de Damián "Pañuco"
a Miguel Hernández
Mi querido amigo de la infancia:
Hace tanto que no sé de ti, tanto desde tu partida, que, a punto de cumplir los cien años, "ya con el pie izquierdo en el estribo", doy comienzo a esta carta que, a buen seguro, podré entregarte en mano, dado el mucho quebranto de mi salud. ¡Cuanta agua ha corrido por la acequia, Miguel, desde los días en que, niños aún, cabreros en nuestra tierra oriolana, nos ganábamos el pan! Me alegré con tu fama de poeta, y lloré cuando supe de tu muerte tan temprana.
La vida fue dura conmigo, Miguel, muy dura. Pasé a Francia, al acabar la guerra, y aquí me topé, poco después, con la europea, mucho más cruel que la nuestra. Me casé con una gran mujer, a la que quise profundamente, que, hace tan sólo seis años, me dejó viudo. Mis dos hijos, franceses como su madre, me tratan bien; y, varias veces, me llevaron de viaje por nuestra querida España. ¡No la reconocerías! ¡Ay, Miguel, qué tremendo es el destierro! Mi vida, viejo amigo, carece ya de interés.
Entré, muy joven, en el Partido Comunista, y, muy pronto, fui adoctrinado en la mentira y el error. Hoy, pasados más de setenta años, lo sabemos casi todo, Miguel. Se nos decía, entonces, que, como soldados del Frente Popular, combatíamos contra el fascismo, en defensa de la democracia. ¡Puro embuste, Miguel, auténtica falacia! Estábamos, sin saberlo, al servicio de Stalin, un tirano totalitario que pretendía instaurar en nuestra tierra la dictadura comunista que, con el tiempo, triunfó en Cuba. Sí, Miguel, la que fuera llamada Perla del Caribe padece hoy una terrible dictadura que la mantiene, desde hace cincuenta años, sumida en el hambre y la miseria. Pienso, mi buen amigo del alma, que, si el general Franco impidió la implantación en España de un régimen totalitaro, semejante al cubano, habrá que considerar al caudillo como el gran benefactor de todos los españoles. ¡Tenlo por cierto, Miguel! Tu pronta muerte te libró de conocer lo que es la vida bajo el peso criminal de la bota de un tirano comunista. Antes o depués, querido amigo, el paso del tiempo descubre la verdad que el polvo de la mentira nos oculta. Hoy no se puede esconder la realidad del comunismo. Stalin fue un criminal como Hitler; mucho más que éste, si atendemos al número mayor de sus crímenes. Hoy sabemos, Miguel, que, allí donde el comunismo puso el pie, sembró los campos de horror y de muerte, de hambre y de miseria. Un régimen tan perverso como el comunista sólo se impone con terror y con engaño.
¡No reconocerías, Miguel, a esta España nuestra, tan querida, que tanto nos hizo sufrir! El general Franco, tan odiado todavía por muchos, tan injustamente difamado, dejó, al morir -obligado es reconocerlo-, una España próspera, preparada para afrontar, sin riesgo, su futuro; una España que ni tú, con tu sentir de poeta, podrías haber imaginado.
No quiero extenderme más, Miguel, que mi mano de anciano resulta torpe sobre el papel, y se cansa en exceso con el uso de la pluma. Tiempo habrá, cuando nos veamos, de hablarte, con entusiasmo, del régimen democrático que, por fin, reina en España; pero también, con dolor, de la sombra negrísima que, lamentablemente, se cierne sobre ella. ¡Los españoles no aprenden ni con cuarenta guerras civiles! España parece condenada a soportar la desmesura de una clase política embrutecida, que, una y otra vez, se empeña en la fragmentación de su territorio. A pesar de la distancia, me duele España, Miguel; me duele la bajeza del Gobierno socialista, la ceguera de los nacionalistas catalanes, que, cerriles, ven, en España, una nación de naciones; me duele -¡y de qué manera!- la poca altura de su clase intelectual, la pobreza literaria de sus novelistas, la vulgaridad ofensiva de sus poetas, la torpeza hiriente de sus dramaturgos, la absoluta falta de compromiso de quienes, con la pluma, podrían levantar en almas -¡que no en armas!- al aborregado pueblo español. Me martiriza, Miguel, sobre todo, la sospecha de que las izquierdas españolas no han aprendido nada de nuestra absurda guerra civil. ¿De qué ha servido mi sacrificio, Miguel, y el de tantos españoles que se vieron condenados al exilio? El error vuelve a estar en una buena parte de nuestra clase política, que no advierte el peligro de un nuevo conflicto bélico. Haría falta, Miguel, tu sentimiento poético para expresar mi íntima decepción. ¡Los españoles no aprenden jamás!
De todo esto, Miguel, y de mucho más, te hablará muy pronto, cuando esté contigo, alguien, enviado al matadero por unos políticos criminales, que, en su largo y forzoso exilio, pasa los últimos minutos de su vida, entre oscuros pensamientos.
Tu amigo, Damián "Pañuco".
Barlovento Maciñeira
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