Vida oculta de Pepiño Blanco
(Capítulo 12)
La noticia dejó a Elvira tan abatida que, durante varios días, no probó alimento alguno ni salió de casa. Pasaba las horas del día, y también las de la noche, tratando de imaginar cuáles podrían haber sido las últimas de Rosendo, el único varón al que de verdad se había entregado, el más hombre de cuantos había conocido. Su temperamento sanguíneo, violento en tantas ocasiones, era su perdición -¡bien lo sabía ella!-, y acabó llevándolo a la muerte. Elvira lloró, desesperadamente, el trágico final de su marido; releyó, hasta la extenuación, aquella carta fatal que no quisiera haber recibido, y, una mañana, por vez primera en varios días, puso los pies en la calle, y se encaminó hacia la iglesia.
Con el rostro demacrado y sin pintar, y vestida de luto riguroso, Elvira fue oída en confesión por el párroco de San Damián de Lamacido. Enumeró, con valentía, sus muchos pecados, que no sorprendieron al confesor, y, antes de recibir la absolución, añadió algo que resonó, en el interior del confesonario, como el estallido de una bomba.
- Me voy de Lamacido. Aquí nada tengo ya que hacer. Mi hijo se cría bien en el Pazo, gracias a Dios, y tendrá una buena educación. Se acabaron los hombres para mí. Muchos pasaron por mi cama, en vida de Rosendo; pero, como viuda, le debo un respeto. Se acabó mi vida de pecado.
Después de oírla, el párroco le dirigió, con ánimo de librarla de traumáticos escrúpulos, estas edificantes palabras.
- Has de saber, hija mía, que, aunque sea yo uno de esos muchos que pasaron por tu cálida y acogedora cama, dada mi sagrada condición de sacerdote, conmigo no has pecado.
Al día siguiente, Elvira bajó, con una vieja maleta en la mano derecha, por el camino de carro que conducía entonces a la carretera general; con ojos humedecidos, echó una última mirada al Pazo, y, ya en el apeadero, esperó el coche de linea que habría de llevarla a La Coruña.
Con el tiempo, sus vecinos de Lamacido, a falta de datos verdaderos acerca de ella, dieron en decir que vivía malamente en Madrid, que había sido vista en el barrio chino de Barcelona, que se había casado con un militar negro de la base norteamericana de Torrejón de Ardoz ... Alguno llegó a asegurar, incluso, que sabía, de buena tinta, que se había reconciliado con Rosendo, y que vivía con él en Dinamarca. Lo único cierto es que nunca más volvió por Lamacido, y que, de hecho, Pepiño Blanco quedó, con su partida, tan huérfano de madre como ya lo era de padre.
Esto promete, jefe. Magna ironía, la de la pobre viuda.
ResponderEliminarSaludos blogueros
Gracias por tu comentario, José Antonio. La pobre viuda saldrá, por un tiempo, de esta historia, porque ahora conviene centrarse en el pobre huérfano.
ResponderEliminarUn cordial saludo.